Sobra decir que nos horroriza contemplar la masacre de los ciudadanos de un país perpetrada por su propio ejército. Hay que distanciarse del frenético escenario de las ‘noticias de última hora’ y sus lúgubres comentaristas. Estos acontecimientos tienen un efecto profundo y el resultado será que su naturaleza podrá regenerar el discurso político.
En estos días finales del experimento americano era inevitable que los dos últimos representantes del encumbrado puesto de Ministro de Relaciones Exteriores de los EE.UU. demostraran ser inadecuados: una mujer que había fracasado en el dormitorio seguida por un hombre que había fracasado en el campo de batalla. Nuestra época ha estado dominada por lo que comenzó siendo una retórica altisonante y jactanciosa ─que la solución de los problemas causados por la injusticia reside en la democracia basada en el sufragio universal─ para luego debilitarse año tras año hasta llegar a la voz, ahora mortecina, que resuena por las ruinas de Somalia, Afganistán, Iraq y ahora Egipto.
Adam Ferguson, el filósofo político más prominente de Gran Bretaña y el intelecto que predominó en la Iluminación Escocesa del siglo XVIII, exponía de forma lúcida la cuestión en su célebre “Ensayo sobre la Historia de la Sociedad Civil”.
“Al establecer una diferencia entre las profesiones civil y militar ─confiando la salvaguarda y la aplicación de la libertad a unas manos diferentes─ (esta política) ha abierto el camino hacia la peligrosa alianza de una facción con el poder militar en oposición a las forma políticas sencillas y los derechos de la humanidad.
Un pueblo que está desarmado en conformidad con este refinamiento fatídico, ha otorgado su seguridad a los alegatos de la razón y la justicia en el tribunal de la ambición y de la fuerza. En una situación tan extrema, se citan las leyes y los senados se reúnen, pero todo es en vano. Los que componen el poder legislativo o los que ocupan los departamentos civiles del Estado pueden deliberar sobre los mensajes que reciben del tribunal o del campamento; pero si el mensajero, como el centurión que llevó la petición de Octavio al senado romano, deja entrever la empuñadura de su espada, descubren que las peticiones son órdenes y que ellos se han convertido en meros actores y no en los depositarios del poder soberano”.
La anarquía que sufren los musulmanes en Egipto describe, en primer lugar, el final de la desviación ijwani basada en una ‘aqida falsa y su idea, envenenada por Occidente, de que la política está en el centro mismo del Din y no, como de hecho es verdad, la ‘ibada y los modos e instrumentos justos de intercambio. Además de este rechazo del fiqh islámico, emulando a los facinerosos Abdu y Rashid Reda, fue fundado por un individuo que no había completado su suluk con su shayj. Desde su mismo principio era un anti-Islam. Se comportaban como una ‘hermandad’, mientras que, de hecho, los musulmanes ya ERAN hermanos, algo que puede atestiguar cualquier haŷŷi.
Para los hombres y mujeres pensantes de todas partes, la anarquía de Egipto revela un mensaje diferente.
El mensaje es que la democracia de las masas ha fracasado y ha sido suprimida. Ya no puede ser restablecida, sus factores determinantes han sido destruidos.
No importa los mecanismos que se utilicen: la crítica citada de Ferguson revela la última etapa del proceso anterior.
Lo que hoy ocurre en Egipto ocurrirá mañana en América. Cuando los ejércitos de los EE.UU. se retiren y vuelvan a su patria por, los ahora urgentes imperativos fiduciarios, exigirán lo que antes han tenido en el extranjero: poder. Esperamos fascinados el próximo giro de la rueda.
Ciertamente, Allah gobierna la existencia con una serie de normas. En 1776, Adam Ferguson decía de América: “Un Estado… que, al intentar planes tan extravagantes como los de una República Continental, está probablemente plantando las semillas de la anarquía, de las guerras civiles y por último, de un gobierno militar”.