En Inglaterra se ha adoptado una decisión legal que representa una desmembración absoluta del elemento más fundamental de lo que ha sido nuestra gala durante ochocientos años. En lo que respecta a este tema, una y otra vez y durante siglos, al gobierno de Inglaterra se le han pedido responsabilidades y se ha visto sometido a varias pruebas. En primer lugar la monarquía, luego el parlamento, y luego ese matrimonio de la corona y el pueblo que se convirtió en un compromiso renovado entre la monarquía y un parlamento con dos niveles ─uno elegido por las masas y el otro, una cámara hereditaria de terratenientes que corregía y perfeccionaba el derecho consuetudinario─ que se iba a convertir en un modelo digno de alabanza a lo largo y ancho de toda Europa. A finales del siglo veinte, el desequilibrado Primer Ministro socialista introdujo la nota final en la Cámara de los Lores, que ya estaba herida de muerte, con la decisión de crear lores con título vitalicio elegidos por el gobierno. Sometido a la oposición de Lord Cranbourne, ─descendiente directo de los Cecil, la familia que gobernaba en tiempos de la Reina Isabel I─ se abolió el principio hereditario que redujo la segunda Cámara a una mera extensión de la Cámara de los Comunes. Así fue cómo, y de hecho una cámara del gobierno destruía la Constitución británica.
El debilitamiento del gobierno parlamentario se vio agravado con la lenta restructuración de la práctica de los Comunes que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Los conservadores pasaron de ser un partido basado en una nobleza agrícola a un partido de nuevos ricos del mundo de los negocios; y los socialistas, que eran un partido basado en los sindicatos de los trabajadores, se convertía ahora en un partido de clase media al estilo americano.
El nuevo siglo fue testigo de la rendición progresiva de Inglaterra ante lo que, en 1945 ya se había puesto de manifiesto, iba a ser el nuevo papel de la Inglaterra post-industrial: una cámara de compensación financiera bajo el control americano. Este cambio fue la verdadera explicación de la inexplicable entrada de Inglaterra en sus aventuras militares, Iraq en primer lugar, seguida por Afganistán. A su vez, esta trampa produjo una serie de cambios en la ley que transformaron de forma radical la jurisprudencia británica. Amparada bajo el concepto, nuevo e indefinido, de la ‘seguridad nacional’ y siguiendo el camino de América a la hora de abandonar su propio pasado, el orden cívico de Inglaterra comenzó a desentrañarse.
En nuestros días, y debido a esta nueva situación, Inglaterra está a punto de perder su larga tradición de libertades protegidas; esto significa romper el vínculo que une la monarquía con el pueblo.
Antes de definir esta cuestión, es esencial que quede constancia de que no se trata en absoluto de una defensa sesgada de las personas sometidas a juicio. Durante años, y de forma más que manifiesta, me he opuesto a las locuras del Islam político y su descendiente bastardo, el terrorismo. Lo que de hecho nos concierne, es la decisión de hacer un proceso judicial en el más absoluto secreto en nombre de la seguridad nacional. Más aún: que quede también constancia de nuestra repulsa a que el Ministro de Justicia judío, Lord Carlile, haya hablado en su favor. Esto es algo que debería avergonzar a un judío moderno, porque esa decisión fue lo que, en Alemania, dio lugar a un genocidio masivo e indiscutido.
Nuestro guía más encumbrado en todas las cuestiones relacionadas con la salud y preservación de la sociedad cívica, Adam Ferguson, ─la voz más noble e importante de la Iluminación Escocesa─ habló con toda claridad:
“Debemos admirar, en cuanto piedra fundamental de la libertad civil, al estatuto que obliga que se revelen los secretos de todas las prisiones, que se declare la causa de todo compromiso y que se presente la persona del acusado para que pueda reclamar su libertad o su proceso judicial en un periodo de tiempo determinado. Nunca ha habido una forma más sabia a la hora de oponerse a los abusos del poder. Pero para garantizar sus efectos, se necesita una estructura equiparable a toda la constitución política de Gran Bretaña, y un espíritu tan sobresaliente como el celo turbulento y contumaz de su pueblo afortunado”.
Estamos a punto de celebrar el 800 aniversario de la Carta Magna en la que, además de las leyes específicas relacionadas con la tenencia de la tierra y las obligaciones de la realeza, se establecía una ley clara que garantizaba al acusado un juicio en una sesión pública delante sus semejantes. Y hoy, todo eso, está a punto de ser abrogado.
Si estos prisioneros son enjuiciados a puerta cerrada, en secreto y sin testigos, repercutirá en toda Inglaterra y, de hecho, en todo el mundo. Romperá el vínculo del Parlamento con el pueblo británico y, lo que es peor, pondrá fin a la justificación de una monarquía que es indiferente a su distintivo humano y esencial: la libertad.