No cabe duda de que, cuando observamos a los Estados Unidos, se puede ver que la estructura fundamental ha fracasado. El concepto teórico tiene dos elementos que ya no funcionan.
El eslogan ‘el pueblo ha hablado’ implica, como resultado final, que las masas han elegido un liderazgo cuya pretensión de validez se consigue con el predominio matemático.
El segundo elemento expone el engaño irracional: por un lado tenemos el dominio de las masas y, por el otro, la descarnada realidad: cada individuo, lejos de ser una mera estadística, pone de manifiesto la fractura fundamental. La masa del pueblo en la democracia moderna es absolutamente incapaz de elegir un liderazgo libertador. Les falta la formación intelectual con la que descifrar el problema matemático fundamental que implica la elección liberadora del votante. En el modelo americano, los votantes negros predominan sobre el resto del electorado. En consecuencia, una población medio analfabeta votaría lo que ya es un resultado predeterminado. Los problemas manifiestos que confrontan a la comunidad negra tienen un conjunto de imperativos totalmente diferentes, de forma que, darles lo que quieren, es un programa social diferente al que exige el problema tecnológico moderno.
Los últimos tres presidentes han accedido al poder basándose en un conjunto de promesas incumplidas. Mientras la retórica política promete satisfacer todas las necesidades cívicas de esa mayoría, el electorado se ve obligado cada día a ignorar los imperativos categóricos del predominio financiero y la encumbrada aventura del imperio. Esto es algo que podemos encontrar en todos los sistemas que dependen de esta dualidad. En los Estados Unidos la lógica implacable de la democracia basada en el recuento, ha llegado a un punto crítico mediante una serie de sistemas de votación, enrevesados e imposibles de descifrar que, desde el punto de vista numérico, se reducen a dos. La elección es entre uno que propone una especie de liderazgo apolítico, al estilo Teddy Roosevelt que, de esa misma manera, lleva a que la nación se involucre en guerras no deseadas, y su opositor que ofrece a las masas una serie de promesas sociales que no puede cumplir.
En cierto sentido, esta es la última baza de la República Americana. Un simple vistazo a los libros de historia desvela que América ha llegado a su fin. El país se enfrenta a un problema político insoluble, un problema que solo puede resolver el estamento militar. El estado ha llegado a una crisis en la que, hasta el último minuto, puede mantener la idea de que todo sigue igual. El liderazgo militar ha sido humillado con normas de conducta impuestas desde el exterior. Solo hay una institución militar que ha preservado su identidad y se ha mantenido al margen. Ha formado a sus integrantes de forma muy inteligente, propiciando una educación cuyo resultado es un soldado que no conoce el miedo, que incluso está separada del resto del ejército y que se mantiene con toda su leyenda fomentada de forma escrupulosa. El final de la República solo puede significar una toma del poder por parte del estamento militar, algo que, hace doscientos años, fue pronosticado por el filósofo escocés Adam Ferguson.