El colapso abyecto y absoluto del Estado de Iraq, propició la obediencia servil de los aliados para intentar salvarlo en nombre de sus dirigentes americanos que ya habían abandonado el escenario de su fracaso, su doble fracaso por establecer una democracia y asegurar los ingresos del petróleo. Esa América que triunfó a la hora de obligar a los hombres a morir por este escenario imposible, no solo pone de manifiesto la estupidez de los hombres sino, de forma más patente, su dependencia económica de unos EE.UU. basados en el orden capitalista.
El mito de unos rebeldes bárbaros y sanguinarios con una fantasía estatal que se enfrentan a las fuerzas de la civilización occidental, es algo totalmente insostenible. Ni tampoco lo es el horror de los militares ateos post-Saddam que reaparecen en la forma de asesinos radicales musulmanes, un concepto que no merece atención alguna. Lo que tiene que ocurrir, en el nombre de la razón, es un intercambio de papeles: los americanos son los destructores despiadados y brutales, y los árabes iraquíes son seres humanos exhaustos en los últimos estados de la supervivencia y la degradación.
Los valientes y elocuentes senadores Feinstein y McCain, únicos defensores del fracasado experimento americano, en su informe al gobierno de los EE.UU. que habla del extenso y oculto repertorio de torturas y entrega a la depravación sin riendas por parte de un servicio secreto que operaba sin control estatal, puso de manifiesto la tragedia verdadera de Iraq e hizo que el dedo de la culpa señalase por fin al verdadero malhechor: la fracasada República de los Estados Unidos.
La era de las ‘noticias de última hora’ no desvela el profundo crimen histórico que se ha cometido en la zona Siria/Iraq todavía confinada en las fronteras coloniales de hace cien años.
Para comprender la verdadera efervescencia del sufrimiento humano experimentado por todos los bandos, ─repito, todos los bandos, en Iraq─ es necesario regresar a la excelsa cartografía de la consciencia humana ─en realidad su inconsciencia─ que es la épica del gran poeta romano Ovidio.
En ‘Las Metamorfosis’ habla de los impulsos inconscientes, lo que en nuestro lenguaje sería el registro ADN de la humillación y brutalidad que ahora se viven en Iraq. En la narrativa de Ovidio, Hécuba, madre de la nación troyana, es llevada por la agresión griega a un sufrimiento tan extremo que acaba transformándose en un perro que aúlla sin cesar.
“Muda como una piedra e igual de inmóvil,
ella está conmocionada; fija la mirada en lo que está a sus pies,
luego alza su cara sombría hacia los cielos,
luego contempla su rostro, las heridas
de su hijo muerto que allí reposa, extendido en el suelo;
son sus heridas lo que mira con mayor atención;
son el combustible de su enojo, lo que dispara su ira.
Lo mismo que una leona,
a la que han arrebatado su cría,
seguiría con delirio a su elusivo enemigo,
la aguerrida Hécuba va directamente a Poliméstor,
el autor de ese abominable crimen.
Y entonces él la apremia con falsa palabras:
“¡Vamos Hécuba, apresúrate! Dame ese tesoro
que quieres tenga tu hijo.
Juro que todo lo que me des,
lo obtendrá tu hijo, lo mismo que ha recibido
el oro que tú antes me has dado”.
Sus palabras, sus promesas son falsas.
ella lo mira con fiereza; la ira hace que le hierva la sangre.
Y de repente lo agarra y llama a las demás mujeres troyanas,
sus compañeras de cautiverio,
al tiempo que hunde sus uñas en sus ojos mentirosos.
Saca sus ojos de las cuencas (la rabia le da esa fortaleza)
Y en el lugar donde estaban los ojos hunde ahora sus manos
empapadas de su sangre culpable, y le arranca la carne.
Al ver su tribulación, los tracios empezaron
a atacar a las mujeres troyanas con piedras y con lanzas.
Pero ella intentaba atrapar esas piedras.
Con un alarido enronquecido apretó los dientes.
A pesar de estar preparadas para hablar, sus mandíbulas solo podían ladrar…
Y entonces, a lo largo y ancho de los campos de Tracia,
recordando sus muchos sufrimientos, aulló una y otra vez”.
La transformación, la metamorfosis de la reina troyana en un perro ladrador, tiene la misma realidad que ha transformado a las gentes de Iraq y Siria en perros de una guerra en la que ya no hay regla alguna.
Al principio fue la inyección del Ba’azismo en Siria e Iraq ejecutada por un católico romano, un acto que entronizó como elite a una minoría cristiana bendecida cada año por el Papa. Con Assad y Saddam instalados en el poder, siguieron décadas de masacres de musulmanes en Siria, de shi’as e Iraq y de kurdos por todas partes. Tras estos asesinatos en masa vino una invasión: ‘Conmoción y Pavor’ la llamaron con alarde. Se fragmentó toda una sociedad civil y los invasores establecieron un régimen de terror cuyo clímax fueron las torturas sub-humanas de Abu Ghraib. Bagdad, la antigua capital del Islam y hogar del Imam Abu Hanifa, Shayj Abdalqadir al-Ŷilani e Imam Ŷunayd, fue entregada a un país y una religión extranjeros. Han muerto millones.
Y ahora los perros salvajes campan por sus respetos; pero son sus enemigos los que deben considerarse los autores de este antiguo crimen: la derrota terrible, el engaño y la negación de un gran pueblo por parte de una nación que comenzó a existir aniquilando los navajos y que llega a su final haciendo lo mismo con los árabes.