En su obra “Sobre la Paz Perpetua”, Emmanuel Kant escribía lo siguiente:

“En una guerra, no debe permitirse que las hostilidades sean de tal naturaleza que imposibiliten la confianza recíproca una vez que se vislumbre la paz”.

Lo único que desencadenó la Segunda Guerra Mundial fue la clase política. Cada uno de los países involucrados proclamaba un gobierno basado en el sufragio universal. Frente a ellos, dos dictadores gobernaban mientras que, en el resto del mundo, la democracia significaba lo que había elegido el pueblo. La realidad era que la clase política dominaba en todas partes de la misma manera. El sufragio universal es un modelo diseñado para la dictadura. En Gran Bretaña, Churchill decía a Lord Boothby:

‘Fue necesario Armagedón para hacerme Primer Ministro, pero ahora que ya estoy aquí, estoy decidido a que el poder no esté en más manos que las mías’.

En cada una de las naciones involucradas, la guerra consistía en lo siguiente:

1. Un líder – dictador

2. Un consejo de gobierno elegido por el líder

3. Un Alto Mando Militar obediente

4. Un ejército reclutado de forma obligatoria enviado a bombardear y masacrar al enemigo de forma indiscriminada y que a su vez sería masacrado en cantidades millonarias.

Al contrario de lo que afirma la visión fraguada tras la guerra, cada bando estaba inmerso en asesinatos masivos: 

1. Los campos de concentración alemanes.

2. El sistema-gulag ruso y los asesinatos en masa por toda Polonia y Ucrania durante la guerra.

3. Los bombardeos extensivos de las ciudades de la cuenca del Rhur, Berlín y las bombas incendiarias arrojadas sobre Dresde y Hamburgo.

4. Los bombardeos de los EE.UU. en Europa y Japón que culminaron con las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

La guerra se inició para ayudar a una Polonia atacada por Alemania.

En plena guerra, ésta cambió de naturaleza con la incorporación de los EE.UU. El resultado fue la invasión americana de Europa.

América se comprometió con la Gran Bretaña en la doctrina de la rendición sin condiciones.

Mientras que el objetivo de Alemania y Rusia en esta guerra era la mera expansión territorial, el de América, más ambicioso y aliada a solas con una Gran Bretaña en bancarrota y una Francia ya rendida, era el dominio absoluto de Europa.

El término incondicional de la guerra significó la entrega de medio continente europeo a la Rusia estalinista.

No hubo consulta, referéndum ni alternativa posible. El resultado fue que Hitler había dado a Stalin la mitad de Polinia. Roosevelt le dio la otra mitad.

Fijémonos ahora en los que participaron en la guerra.

Francia se había rendido conforma a la ley y el Presidente había aceptado dividir el país en dos. Una de las mitades ocupada y la otra dejada a su propia suerte, una colonia sin definir de la Nueva Alemania.

Italia había luchado en el bando enemigo pero, en el estadio final de la guerra y tras una invasión militar, el gobierno fascista cayó y su dictador fue ejecutado ahorcándolo boca abajo en una plaza pública. ¡Y se proclamó “liberada”, lo mismo que había hecho Francia!

Alemania fue dividida en dos. El sector oriental fue entregado a Stalin. La zona oriental fue prontamente dividida en zonas gobernadas por fuerzas británicas, americanas e incluso francesas.

En la Alemania Oriental, el brutal régimen comunista instauró una policía secreta extremadamente eficaz, superada únicamente por la KGB y luego por la Mossad de Israel, todo un logro cívico después de los campos de concentración. Uno de los antiguos miembros de la Stasi alemana es ahora el líder de Alemania.

En este espantoso desorden del siglo XX, con todas sus falacias e ilusiones morales, hay una cuestión fundamental que nunca ha sido confrontada.

No hablo, y repito que no estoy hablando, de lo que hoy se llama antisemitismo. El término se empareja con frecuencia con anti-racismo, como si no fueran prácticamente iguales sino más bien un prejuicio más definido: el antisemita es alguien que también rechaza a Spinoza, Jaspers, Kafka y Marx y, lo mismo que hicieron los Nazis, a Mendelssohn y Mahler. Basados en esto, tienen razón al considerarlo una condición más seria que el racismo por el ADN. Y sin embargo, al estar contenida en esta funesta distinción, surge de ahí la causa fundamental de la masiva persecución de los judíos. De la Alemania nacional-socialista, amenazados por ser judíos, salieron científicos, compositores, escritores y financieros.

¿Cuál es entonces esa cuestión no confrontada, ese asunto sin resolver al final de una guerra que finalizó con una rendición sin condiciones?

Si los alemanes eran los perversos ─creadores de los campos de concentración y decididos a eliminar a los judíos─ la consecuencia sería que nosotros, el occidente basado en América, somos los buenos. Esta es la dicotomía que he intentado descifrar durante toda una vida. 

Que quede bien claro que no se puede proponer lo contrario: el fascismo era bueno y nosotros, los que arrojamos las bombas atómicas, somos los malos.

Sartre declaró que la única victoria sobre el fascismo había sido militar. Esto sugiere la existencia de una guerra oculta contra los judíos. 

Para estudiar la cuestión con profundidad es necesario adentrarse en la psique alemana. En 1945, el pueblo alemán fue declarado responsable del ‘ello’[1] de la guerra: El Tercer Reich.

Ahí estaban los millones de entusiastas en Nuremberg y Berlín. Era una dialéctica. Nosotros no habíamos ido a la guerra por culpa de una tiranía totalitaria, sino porque se había invadido un territorio. Polonia. América entró en la guerra para invadir Europa, y así lo hizo. Las playas de Normandía todavía son necrologías de los invasores americanos muertos.

Si la cuestión se había transferido al rescate moral de una persecución macabra, la deducción es que nosotros somos el bando salvador. Alemania tenía la culpa y nosotros teníamos que declarar que éramos su opuesto.

Pero la dialéctica era falsa. La causa de la crisis había sido el desmoronamiento de la moneda de la República de Weimar, el deutsche-mark. Pobreza. Malnutrición. Degradación social. Los síntomas médicos eran una banca basada en papel que actuaba como moneda y sistema. La cura era el cambio en los elementos fundamentales del capitalismo.

 Los judíos no tuvieron la culpa, ni tampoco ahora se les puede culpar, pero habían tenido la desgracia de ser actores en el suceso.

Con la rendición incondicional se eliminó la posibilidad de todo cálculo. A le gente se le permitió contemplar a los criminales y a los libertadores, a los villanos y a los héroes. Nadie, absolutamente nadie estudió las causas de un sistema fatídico que había funcionado de forma tan desastrosa y que había abierto la puerta al Nacional Socialismo en la tierra de Schiller y Goethe.

En esta reactivación del capitalismo, tan bienvenida tras esos años infernales, el verdadero engaño intelectual, el crimen subyacente no fue eliminado. ¿Cuál fue ese crimen? Fue el trágico error del Nacional Socialismo: pensar que el enemigo no era el entramado capitalista de la usura sino, más bien, el Otro. Eliminar al Otro y todo estará bien. Por desgracia, el Otro fue identificado como los judíos, y se construyeron los campos de concentración.

Hoy en día, el capitalismo que ya ha sufrido dos crisis sistemáticas, está al borde de lo que podía ser el colapso definitivo. Y en estos momentos los alemanes, que nunca formularon estas preguntas tan vitales que podían absolverlos de la trampa de la historia, están señalando de nuevo con el dedo, como ya hicieran 70 años, a un nuevo Otro.

Este nuevo Otro son ahora los musulmanes europeos.

Que un Primer Ministro francés socialista utilice un lenguaje obsoleto para convertirnos a todos en judíos, es definirnos como navíos sin rumbo e impotentes en la historia. Pero nosotros no lo somos y ellos tampoco lo son. El judío moderno se enfrenta a la misma crisis que nosotros: el colapso inminente del capitalismo globalizado que está basado en la pretensión primordial del incremento perpetuo en el intercambio, en un mundo de recursos limitados. A esto, los judíos, los cristianos y los musulmanes lo han llamado, desde hace mucho tiempo, usura.

¡Tenemos que despertar!


[1] El “ello” representa las pulsiones o impulsos primigenios y constituye, según Freud, el motor del pensamiento y el comportamiento humano. Contiene nuestros deseos de gratificación más primitivos.

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