Cicerón escribió: “La gente piensa que he perdido la cabeza si hablo de la política como se debe hacer, y que soy un prisionero impotente si no digo cosa alguna”.

Nicolas Werth, el gran cronista de los millones asesinados por Stalin, algo que este consiguió gracias al consentimiento silencioso de las masas, definió que el sistema permisible del genocidio es posible cuando se convierte “en ficción el discurso político”.

En Gran Bretaña, los últimos jadeos de las teorías sobre el poder tuvieron como protagonistas a los europeos exiliados que llegaron a sus costas tras el naufragio de Rusia y Alemania, Isiah Berlin y Lewis Namier, cuyos escritos pueden ser hoy considerados como carentes de valor, como meras solicitudes para conseguir un visado. Los últimos sesenta años han carecido de un análisis profundo o de una aspiración elevada a la hora de estudiar nuestra crisis como seres humanos.

Aletargados por una época de dictaduras, hemos inclinado las cabezas y hemos aceptado la espantosa transferencia de poder desde el foro político a las instituciones bancarias, de la legislación a la tecnología de la información. Con un Edward Snowden como exiliado apátrida en Rusia que teme por su vida, las palabras que Cicerón escribió a Marcellus en su exilio, siguen teniendo validez: “Recuerda, dondequiera que estés, que sigues estando bajo el poder del conquistador”.

Si queremos establecer una fecha en la que empezó esta distorsión del discurso político racional, el momento fundacional fue la primera emisión de papel moneda que establecía la Revolución Americana y que tenía impreso el lema: “Libertas carior auro”. “La Libertad es más preciosa que el dinero de oro”. Cuando se aceptaba la transferencia de la posesión de la riqueza y se sometía para recibir en su lugar un trozo de papel ─lo cual es esclavitud─ se redefinía ahora como libertad.

La aventura americana empezó siendo muy clara: saber que el gobierno de la elite funcionaba, pero debía tenerse en cuenta a las masas. John Adams, fundador de la nueva nación y autor de ‘Una defensa de las Constituciones de los Estado Unidos’, escribía: “Siempre propugné una república libre en oposición a una democracia que, como forma de gobierno, es arbitraria, tiránica, sangrienta, cruel e insufrible”.

La macabra doctrina de un gobierno elegido por sufragio universal ha condenado al mundo a un ciclo de desastres genocidas; y si las cosas no cambian, el peor aún está por llegar. En su texto todavía radical, ‘L’Esprit des Lois’, Montesquieu decía: “El pueblo bajo, el tirano más insolente que se puede padecer… De alguna manera son libres, y en consecuencia insolentes; y no hay nada peor que un populacho libre”.

“No hay nada peor que un populacho libre”. La frase todavía sigue siendo chocante. Sin embargo, un examen de la historia moderna enseña que, lo que se había presentado estructuralmente como el gobierno de las masas, revelaba ser el gobierno de un dictador o el de una oligarquía minúscula; sirva de ejemplo la Segunda Guerra Mundial con un dictador popular frente a un dictador impuesto y aliado de una minúscula elite americana.

El holocausto reciente que ha destrozado a Iraq fue pilotado por dos líderes cuestionables contra los deseos patentes de las masas inglesas y americanas.

Nuestra situación actual sigue siendo más profunda. Para esos románticos que todavía creen que la elección de las masas debe decidir, surge ahora una situación completamente nueva. La nación-estado ─vehículo del proceso electoral─ es ahora una concha vacía cuya única realidad es la selección nacional de fútbol de ese país. Todos los nervios y tendones, sangre y músculos de la comunidad moderna van mucho más allá del electorado local.

En los años 1930 Harold Laski escribía:

“Se necesitaba una fórmula nueva para un Estado cuyas raíces se habían extendido más allá de la audiencia con derecho al voto”.

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