En el Primer Día, el Secretario de Estado de los EE.UU., una persona que nunca utiliza diez palabras si puede hacerlo con cien, anuncia al mundo entero la decisión de su Comandante en Jefe ─puesto que este es el título correcto del Presidente Americano, elegido por sufragio universal─ de bombardear Siria por el uso de armas químicas contra la población civil. Esto señalaba el momento excesivo del genocidio, que ya ha causado dos millones de refugiados, y significaba poner fin al régimen shi’a-iraní de Siria, respaldado por Rusia.

En el Segundo Día, el homólogo ruso, intelectualmente humillado al tener que defender las masacres brutales del régimen de Assad en nombre de la realpolitik, anunciaba la propuesta de que Assad entregaría a la ONU su enorme reserva de armas químicas.

Con un solo y brillante movimiento, pacífico en apariencia, Rusia rediseñaba la estrategia americana, al tiempo que rescribía un equilibrio de poder en el Oriente Medio en el que se garantizaba el dominio de un eje ruso-shi’a que se extiende desde Irán, pasa por Siria y Líbano y llega a Palestina. Y al mismo tiempo Assad, en cuanto jefe de estado, quedaba establecido en una especie de permanencia necesaria para supervisar los protocolos del desarme.

En el Tercer Día, el Presidente Americano quedaba como impotente, con la partida perdida y ampliamente superado por su colega el Presidente Ruso, también elegido por sufragio universal.

Y mientras tanto, el Secretario de Estado de los EE.UU. seguía metiendo la pata ¡y pensábamos que Hillary Clinton era una inútil!

El trasfondo de todo esto ─nada más y nada menos que el colapso total del predominio americano en Oriente Medio, tanto en la política como en el poder─ había sido la cacofonía, repetida hasta la saciedad por los medios de comunicación, del debate gubernamental en Washington. Comités abiertos, de ministros y militares, se sometían a las preguntas de un debate retransmitido por las cadenas de televisión. Se nos decía que era una demostración gloriosa de la democracia. Las discusiones abiertas, las encuestas, el acuerdo entre partidos… la democracia en acción, se nos decía una y otra vez. Es una lástima, ¡pero es verdad!

Si uno mira más allá del desastre de estas noticias de última hora, es evidente que algo va mal de forma irreparable. El experimento americano parece por fin desvelarse; no con un estruendo, sino con un gemido.

¿Cuál es la causa de esta hecatombe? Si se expresa en términos estructurales es bastante sencilla. El Senado no es el Senado. Volvamos de nuevo al principio.

Cuando George Washington se puso al frente del ejército escribió: “Mi vida forma parte del destino de Roma”. Los llamados Padres Fundadores de los Estados Unidos estaban decididos a configurar la nueva República según el modelo romano. En 1776, el Gran Sello de los Estado Unidos declaraba en latín el nacimiento de una ‘novus ordo seclorum’.

Lo más interesante es que ahora se pretende que significa algo diferente. Su significado original era ‘un nuevo orden de los siglos’ o también un nuevo orden de larga duración. En el francés moderno ‘un arbre seculair’ es un árbol antiguo, de cien o más años. Lo que ahora significa es un nuevo orden seglar, laico, es decir, ¡ateo!

El edificio del Congreso fue llamado el Capitolio y a la cámara alta del gobierno se la llamó el Senado. Y el águila romana se convirtió en el ave símbolo de la nación.

En ‘Federalist N.º 63’, Madison,[1] escribía: “La historia nos informa que no ha habido una república de larga duración que no haya tenido un Senado”. Tanto para Madison como para Hamilton,[2] el Senado seguía el modelo del Senado Romano a la hora de proteger la propiedad privada frente al control de la mayoría democrática.

Según el historiador Polibio, la Constitución Romana era una especie de amalgama que unía tres grupos políticos: los monárquicos, los aristócratas y los democráticos. Este equilibrio entre la élite más culta y el pueblo gobernado por un cónsul, nunca por una autoridad monárquica, es lo que confería dinamismo y tensión política a la República.

He aquí un resumen de la obra maestra de Adam Ferguson, ‘La historia del progreso y el fin de la República Romana’:

“A los cónsules se les encomendaba el gobierno de los ejércitos; pero cuando estaban en Roma, parecían tener las prerrogativas más elevadas en la administración de todos los asuntos cívicos y políticos. Tenían bajo su gobierno a las demás dependencias del estado, excepto las tribunas del pueblo, y eran los únicos que podían influenciar en el Senado en cualquier tema objeto de debate… disfrutaban de los grados más elevados de poder discrecional sobre todas las tropas de la comunidad de naciones compuesta de ciudadanos romanos y aliados. …

El Senado no podía emitir moneda sin contar con su decreto o la autorización del cónsul en funciones. …

Todos los delitos y disturbios cometidos entre los habitantes libres de Italia, o los aliados municipales del estado, estaban bajo la jurisdicción y arbitrio del Senado. Todas las delegaciones relacionadas con el extranjero eran recibidas o enviadas, y todas las negociaciones estaban a cargo de este órgano. En estas cuestiones, el pueblo solo podía confirmar o revocar lo que el Senado, tras una profunda deliberación, había decretado, aunque en la mayoría de los casos daba su consentimiento como un simple formalismo; hasta tal punto era así, que las personas que constataban el elevado poder ejecutivo del cónsul consideraban que el estado era una monarquía; por el contrario, los extranjeros que viajaban a Roma por cuestiones del ámbito público, llegaban a creer que era una aristocracia que facultaba al Senado.

A pesar de todo, el pueblo se había reservado la soberanía para sí mismo y en sus asambleas ejercitaban el poder de la legislación y otorgaban todos los cargos del estado”.

En sus ‘Historias’, Libro 6, cap. 13, Polibio presenta una definición categórica del Senado:

“El papel más importante del Senado es que controla el tesoro en el sentido de ser responsable de todos los ingresos del estado y la mayor parte de los gastos… Por otra parte y fuera de Italia, corresponde al Senado arbitrar en las disputas, dar consejo, presentar exigencias, aceptar rendiciones y declarar la guerra”.

Es evidente que existe una fractura estructural entre el modelo primigenio de la República Romana ─tal y como lo interpretaban y aplicaban con esmero los autores americanos del nuevo y vasto territorio de los Estados Unidos─ y el edificio que se desmorona en nuestros días. ¿Qué es lo que falló?

Antes de la deconstrucción de la República, la República Americana/Romana, tuvo lugar un acontecimiento de proporciones históricas considerables que fue ignorado o perdonado por una Europa imperialista que, sintiéndose culpable, prefirió mirar hacia otro lado. Me refiero al crimen perpetrado contra las naciones aborígenes de indios americanos que siguió a cientos de años de guerra, hambre y genocidio. Desde los años 1887-1903 los territorios indios que sirvieron como cárceles, ahora llamados Reservas, disminuyeron de 154 millones de acres a 48 millones. Esto completó la fase americana de conquista con la que había comenzado. Ahora era cuando los nuevos gobernantes de América podían empezar a desmantelar la tan cacareada nueva libertad.

En 1913 los EE.UU. introdujeron la Sexta Enmienda a la constitución. Con ella se legalizaba el poder federal para gravar con impuestos a los ciudadanos. Con un solo movimiento habían abolido la independencia fiduciaria de los estados separados.

En ese mismo año se introdujo la Séptima Enmienda a la constitución que usurpaba a las legislaturas del Estado el poder de nombrar senadores y transfería su selección a la elección popular directa. De esta manera se incrementó el poder federal central para que pudiese desempeñar su papel militar republicano en cuanto invasor y extensor del poder mientras, al mismo tiempo, se había eliminado la protección de la riqueza por parte de la élite, el Senado independiente, dándose libertad a las masas para que algún día reclamasen esa riqueza.

Y así fue cómo, desde 1918 a 1945, la América Federal persiguió su objetivo de expansión e imperio. Siempre que haya una guerra las masas pueden mantenerse a raya. El día que se detuviese la expansión, la dialéctica de la democracia haría su reclamación. El programa fue global. Según la narrativa americana, la Primera Guerra Mundial significó el término de los imperios ruso, alemán, austríaco y turco. La Segunda Guerra Mundial puso fin al odiado enemigo, Gran Bretaña. El único imperio que ahora quedaba: los EE.UU. Tras el final de la guerra en el año 1945, comenzó la desintegración, pieza por pieza, que acabó con el fracaso de todos los intentos de expansión. Corea fue una victoria a medias. Vietnam una derrota ignominiosa. Iraq dejó tras de sí una anarquía, un desastre político y militar que arruinó la ciclópea economía americana. Y por último llegó Afganistán, una década de humillación para el Estado Mayor militar, la pérdida de la reputación a escala mundial, y una generación de veteranos de guerra listos para la guerra civil.

Tenemos que volver a la visión de Polibio cuando habla del papel original del Senado Romano. La función principal del Senado era el control y el gasto de la riqueza del estado. Era la sede de la riqueza de la República.

Pero hoy en día, el Senado no es el Senado. No es elegido por la élite que gobierna y además está sin blanca. El senador moderno es un asalariado más. El poder fiduciario es propiedad de una nueva clase formada por bancos privados y por los que detentan la distribución y posesión de los bienes tangibles. Ninguno de ellos es elegido por una élite con derecho a voto.

Otra mirada al Senado Romano servirá para desenmascarar por completo el ridículo papel del Senado americano de nuestros días y su absoluta impotencia ante la crisis de Siria.

Como repite una y otra vez Adam Ferguson, este es el Senado Romano en pleno funcionamiento:

“Parece que la alternación de los miembros del Senado les daba la oportunidad de familiarizarse con el mundo que estaban destinados a gobernar.

En el Senado, que debido a su número y la emulación de sus miembros podría propiciarse la confusión de los asuntos por los continuos debates, el retraso y la precipitada publicación de todos sus designios, se daban en realidad todas las ventajas de la decisión, el secretismo y la eficiencia que pueden encontrarse en el consejo ejecutivo más selecto. Esta asamblea numerosa de estadistas romanos parece haber mantenido, durante un largo periodo de tiempo, una serie de designios consistente y uniforme; y mantenían sus intenciones tan en secreto que, la mayoría de sus pronunciamientos solo se conocían en el momento de la ejecución.

El rey de Pérgamo hizo un viaje a Roma para involucrar a los romanos en una guerra contra su rival, el rey de Macedonia. Reservó sus quejas para el Senado y trató de convencer a este organismo para que decidiese sobre la guerra; y no se hizo pública parte alguna de la transacción hasta que el rey de Macedonia estuvo encarcelado en Roma”.

Ferguson: “Historia de la República Romana”. Libro II, capt. I.

Lo que hoy parece constatarse es que, justo unos doscientos años después de la formación de la República Americana, el experimento ha fracasado. En las reservas de los navajos están practicando de nuevo sus danzas de guerra y los mejicanos avanzan hacia el norte.


[1] James Madison (1809-1817), cuarto presidente de los EE.UU llamado ‘Padre de la Constitución’.

[2] Alexander Hamilton (11 enero, 1755 o 1757 –12 julio, 1804) fue uno de los Padres Fundadores de los EE.UU.

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